No más conversaciones de ascensor, no más diálogos livianos e intrascendentes sobre el clima, no más rápidos repasos al último episodio de tu serie favorita. Una de las cosas que hemos perdido estos últimos meses a raíz de la pandemia es precisamente aquello que ya dábamos por sentado y que en ocasiones incluso nos podía llegar a incomodar: los coloquios insignificantes que compartíamos con compañeros de trabajo o con meros conocidos. En lugares comunes, frases hechas. Nada demasiado profundo ni serio; tan solo pronunciar unas pocas palabras hasta que cualquiera de los interlocutores decidiera poner rumbo a su puesto o a su casa, con sus verdaderos amigos, pareja o familiares.
Seguramente el lector recuerde con ternura esos momentos en los que las conversaciones no estaban capitalizadas por el coronavirus y había que recurrir a cualquier tema por muy ligero que fuera para charlar un poco, no mucho, con esa persona que simplemente te caía bien y a la que veías casi todos los días al vivir cerca o compartir la misma hora de entrada y salida a vuestro centro de trabajo. O con ese compañero del taller de yoga o las clases de baile con quien tan bien te llevabas y que ya no volviste a ver, salvo quizá para preguntarle por el teléfono qué tal está y cómo ha pasado todos esos meses.
Es lo que tendemos a denominar como “conocidos” o “gente maja”. Aquella con la que tenemos las suficientes cosas en común como para tratarnos con confianza y buen rollo pero con las que no compartimos un vínculo tan fuerte como para irnos de vacaciones. Esa periferia de nuestra vida social que está plagada de risas a destiempo y secretos que sin querer afloran. Breves lapsos de desconexión de nuestra vida privada para reír con caras conocidas que pertenecen a almas que desconocemos, pues carecemos de la suficiente confianza como para hablar con franqueza de lo que pensamos sobre determinados asuntos. En definitiva, gente maja para pasar el rato.
Las relaciones sencillas
En 1973 se publicó uno de los ensayos de sociología más leídos y analizados en décadas posteriores: ‘La fuerza de los lazos débiles’, escrito por el sociólogo norteamericano Mark S. Granovette. En él, el autor distinguía las relaciones sociales entre las más íntimas y las más externas. Sin duda, las primeras significan todo para nosotros, ya que son personas con las que tenemos una historia larga en común y a las que conocemos (o creemos conocer) demasiado. Las segundas, en cambio, llamadas por el sobrenombre de “lazos débiles” aluden a esta serie de individuos con los que nos cruzamos a diario pero con los que no nos une ningún tipo de sentimiento fuerte.
Granovette creía que estos “lazos débiles” eran imprescindibles para progresar como sociedad, puesto que al fin y al cabo formaban el espejo diario en el que reconocernos en nuestros gustos, hábitos y actitudes, pero sin ir más allá. Aunque valoremos mucho más la presencia de amigos íntimos o de nuestras parejas en nuestras vidas para obtener bienestar mental y emocional, en realidad estos vínculos externos son la puerta de entrada a realidades desconocidas para nosotros con sus correspondientes oportunidades vitales. El sociólogo llegó a demostrar que la mayoría de las personas que conseguían un empleo en aquella época lo hacían gracias y a través de estas conexiones sociales aparentemente desapasionadas y corrientes. De ahí su relevancia para con el progreso vital y personal de un individuo.
Ahora, ¿cómo nos está afectando a nivel psicológico esta pérdida de conexión con estos “lazos débiles”? “La interacción regular con personas fuera de nuestro círculo social íntimo nos hacen sentir parte de una comunidad, de algo mucho más grande“, aseveraba Gillian Sandstrom, psicóloga social de la Universidad de Essex, en un reciente artículo publicado en ‘The Atlantic’ sobre el tema. “Ellas nos presentan ideas frescas, información nueva, oportunidades inesperadas y nos ofrecen conocer a otras personas nuevas. Si la variedad es la especia de la vida, estas relaciones son su base“.
El reconocimiento mutuo
De algún modo, esta clase de vínculos son la metáfora más precisa de lo que significa vivir en sociedad. Pues al fin y al cabo, una conversación tan banal como comentar lo mucho que se ha puesto a llover sirve para confirmar el fastidio compartido de tener que mojarse. El filósofo Martin Buber lo expresaba muy bien: “Una cultura solo es humana en la medida en que sus miembros se confirman mutuamente. La gente que vemos en cualquier actividad cotidiana y a la que preguntamos ‘qué tal estás‘”. ¿Qué ocurre cuando esta serie de interacciones menguan o decaen? Que la propia sociedad en su conjunto no se reconoce a sí misma.
“Recuerdo cuando era pequeña y llegó el primer hombre de raza negra al barrio en el que vivía“, cuenta Mónica Pereira, psicóloga del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid (COP) a El Confidencial. “Era el primero que había visto en toda mi vida. Cuando llegó, la gente le miraba como un bicho raro, pero después de cinco años ya nos parecía normal, pues le conocíamos y hablábamos con él, dejó de ser diferente para nosotros. Creo que este es uno de los motivos por los que existe el racismo, la gente tiene miedo a lo que es diferente. En la situación que atravesamos actualmente, estamos en proceso de desconocer en vez de conocer. Al desprendernos de esos ‘lazos débiles’ perdemos una visión del mundo más amplia y se acentúan las diferencias entre las personas, que antes eran desplazadas por el “buen rollo“.
Tal vez esta sea una de las razones por las que las teorías de la conspiración junto con las ideas políticas extremistas hayan proliferado tanto entre la sociedad en los últimos meses. La gente ha perdido el contacto con la realidad social y por ello se ha refugiado en sus relaciones más cercanas, o lo que es peor aún, en la soledad de su habitación solo mitigada por el contacto virtual. “Si estoy encerrado en mi casa y frente a lo que está pasando solo recurro a fuentes de información que me dicen lo que quiero oír, es muy fácil acabar creyendo en teorías disparatadas que además ven enemigos por todas partes“, recalca Pereira. “Y si alguien aprovecha esa situación para manipular, pues ya no te quiero ni contar“, agrega en referencia a la tensión social vivida en ciertas partes del planeta.
Pereira habla de una de sus pacientes que siente nostalgia por sus clases de bailes de salón a las que iba dos veces por semana. “Me dice que le parece banal quejarse de eso, teniendo en cuenta la que está cayendo, y yo la corrijo diciendo que de banal no tiene nada, ya que esas clases al final le otorgaban un lugar en la sociedad, podía socializar con personas distintas a ella“, señala. “Era su lugar en el que descargar las tensiones. Si ese lugar ya no está, ¿cómo descarga esas tensiones ahora? Siempre viene bien sentirse reconocido en áreas de nuestra vida que consideramos prescindibles y por personas con las que no tenemos vínculos tan fuertes”.
Atrofia emocional
Por otro lado, al tener que pasar tanto tiempo con nuestro círculo más íntimo y cercano, también se produce lo que Pereira denomina “atrofia emocional” al tener que adaptarse a no disponer de todas esas relaciones superficiales que suponían un estímulo. “Obviamente, depende de la personalidad de cada uno, pero al fin y al cabo cumplimos distintos roles con cada una de las personas con las que nos relacionamos, de tal forma que podemos ser diferentes personas a la vez según la persona con la que estemos”, explica la psicóloga. “Si solo tengo interacción con una de las partes de mí mismo, lo que pasa es que se distorsiona mi visión del mundo porque no dispongo de información sobre el resto de personas”.
A estas alturas de la pandemia, recién comenzado el 2021, la fatiga que producen las restricciones sociales, sumada al dolor causado por la propia enfermedad en tantas personas y familias, ha hecho mucha mella en la población. De ahí que posiblemente nos cueste volver a sentirnos seguros en esas conversaciones con desconocidos o entablando nuevas relaciones, a pesar de nuestra cultura mediterránea. “Nuestra vida y valores se han venido abajo en cierta medida“, concluye la experta. “Estamos inmersos como en un proceso de duelo que consta de distintas fases: enfado, negación, culpabilidad, rabia… pero también y en último término la aceptación y la reorientación de esa pérdida de valores y costumbres”.
Por ello, Pereira se muestra optimista frente a lo que pueda pasar una vez la pandemia termine y volvamos a reunirnos con nuestros seres queridos así como también con nuestros compañeros o simples conocidos. “Si lo hacemos bien habremos descubierto que disponemos de más formas de comunicarnos que hemos ido ampliando“, concluye. “A lo mejor sabremos elegir mejor a los amigos o haremos más quedadas virtuales con la gente que tenemos lejos. Si nos lo montamos bien como sociedad, esa fase de reorientación conseguiría hacernos más resilientes y buscarle el lado bueno a lo que nos ha pasado”.
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